Tuesday, June 10, 2008

Capítulo 16. El Rito. Parte 1

Lúne se despertó justo al cantar el gallo, como de costumbre, a pesar de su constante insomnio y más durante aquella noche en qué había agarrado una botella de vino de su padre y se la había tomado entera, emborrachándose a solas en el jardín, rodeado de sus dos gatos: Miori, una bonita gata del país de Mitxen negra y blanca, y Kone, un enorme gato de Jatem blanco. Sufría una terrible resaca y se dió cuenta que se había quedado dormido rodeado de los dos felinos, ambos dormidos a su vera, haciéndole compañía, como dos guardianes celosos del tesoro que guardan. Le dolía mucho la cabeza, recordaba sin ningún orgullo que había estado llorando y arrancando plantas en el jardín con las manos, pensando en Yume y enrabietado por tener que asistir a aquella farsa el día siguiente, pero la investidura tenía lugar en tan sólo dos horas y ya no había marcha atrás. Tan sólo sería un mero trámite que no cambiaría para nada su situación. De hecho, su vida era desgraciada ya de por sí, por muchas cosas que ocurrieran. Por eso quizá había decidido aislarse durante un tiempo, y lo que había ocurrido con Yume...le daba la razón.

Tenía que estar solo, pues así no dañaría a nadie más. No podía amar, pues su maldición se extendía a las personas a las que abría el corazón.

Acarició entonces a Miori con suavidad, se desperezó como pudo y abrió la ventana de su cuarto. Para más inri, el día amenazaba tormenta, una de aquellas crueles y violentas tormentas de verano que azotaban aquella región de Espiral de vez en cuando. El viento estaba cargado de malos presagios, de energía negativa que quizá fuera simplemente una sugestión de aquel día grisaceo y oscuro, observando como las cosechas se agitaban armoniosamente con un fuerte viento que silbaba tenebrosamente entre los árboles frutales de su finca.
Entornó los ojos, posando su cabeza entre las manos y los codos a su vez clavados en la repisa de la ventana. El día anterior había prometido seguir luchando, pero el problema era que no le quedaban fuerzas ni deseos para ello. ¿Para qué luchar si todo en su vida terminaba en tragedia?
Entonces, se quitó aquel pijama pintado con lunas negras y estrellas, y se colocó, con hastío y tristeza, la túnica de aprendiz de Varmal, a la cual le tenía un odio visceral. Por culpa de su ambición y de su curiosidad le había sido negada la felicidad y ahora una dura maldición le era impuesta. Solamente tenía ganas de quemar aquella túnica en un fuego que todo lo purificara, junto a todos los sueños que había tenido desde pequeño, cambiándolo solamente por los labios de aquella joven a la que ahora otros labios la protegían, la cuidaban y la entregaban todo lo que él no pudo darle.

Como de costumbre, fue a bañarse con jabón al riachuelo que corría paralelamente a su casa, y al volver encontró ya a sus padres levantados, con una amplia sonrisa en los labios y unos ojos henchidos de orgullo y satisfacción, lo cual hizo el efecto contrario de lo que deseaban: se deprimió aún más.

-Oh, ¡mi querido Lúne ya se hace mayor! - exclamó su madre, al verlo volver del riachuelo con la túnica bordada de ribetes carmesíes, y abrazándolo con efusividad - Serás el orgullo de toda la familia. ¡Estoy tan orgullosa de tí!

La madre de Lúne era una mujer menuda y muy bonita, con el pelo castaño y los ojos grises, llevando unos cabellos cortos y muy bien cuidados. Por supuesto, durante toda su vida había tratado de conseguir que su hijo fuera, digamos, digno de sus padres, y aquel día era el día más importante de su vida, pues les iba a superar en rango y en importancia. Su actitud siempre había sido muy corriente, preocupándose poco de la vida personal de Lúne, al igual que su padre, y más en los progresos que hacía respeto a sus estudios. Iba vestida para la ocasión, de una forma muy elegante, llevando un vestido azul con un generoso escote y una preciosa falda larga y negra que le llevaba a sus pies, adornados en unas sandalias plateadas, que hacían juego con sus ojos. En su cabeza llevaba una diadema de oro.

-Gracias - se limitó a replicar Lúne, distraído, simulando una semi-sonrisa sin querer tampoco decir lo que pensaba al observar la excitación y la felicidad que rezumaba la actitud de su madre. Su padre, al igual que ella, de forma aún más efusiva, le daba cariñosas palmadas en la espalda y alababa a su hijo con sonoros gritos. Al menos ellos estaban alegres, podían sonreir sin ningún atisbo de sombra en sus rostros, y eso no se los iba a arrebatar. Al fín y al cabo, a pesar de ser unos padres despreocupados con su intimidad, jamás se habían portado mal con él y casi siempre habían tenido palabras agradables para él. Eran buenos padres, con el mérito de haber educado a su hijo de la mejor forma que ellos sabían y se merecían un día como aquel y lo iban a tener, aún a costa de tener que actuar con hipocresía.

Un día era un día.

Y, por fín, Lúne, acompañado por sus padres (resultaba curioso ver a su extravagante padre ir vestido de aquella manera tan formal y ceremonial, con una túnica negra con diseños de espirales azules en el torso) se personó ante el enorme y antiquísimo Templo de la Luna Negra, situado en el extremo sur de la Fortaleza, un templo usado por Varmal desde hacía decenas de generaciones, rodeado de espesos bosques de robles y olmos, y del que no se sabía a ciencia cierta el año de su construcción, pues su arquitectura era, se decía, única en Espiral, y se decía que estaba basada en un modelo de construcción que había sido usado en el Mundo Ordinario, en una tierra sagrada y ancestral.
Un alto e imponente muro, llamado Pilonos, marcaba la entrada al Templo por el que se entraba por una enorme puerta abierta de par en par y custodiada por un nutrido grupo de Guardianes con sus lanzas, ataviados para la ocasión con sus armaduras de guerra. En aquel muro estaba dibujada con asombroso detalle una grandiosa y negra serpiente alada que se mordía la cola, en cuyo interior se hallaban dibujos arcanos de diversa índole, como ojos rasgados con dos pupilas, los 3 gatos negros de Varmal, seres feéricos danzando en círculo, hogueras en forma de espiral, árboles enrollando sus ramas entre la piel de la Serpiente y una gran variedad de animales como ciervos, águilas, delfines, lobos y leones, todos ellos pintados en vivos colores, contrastando así con la oscuridad del enorme reptil.
Un pequeño lago sagrado se hallaba ante el templo, teniéndolo que cruzar por encima de tres puentes de distinto color cada uno: blanco, rojo y negro.
Pero lo que más imponía eran los cuatro dibujos que se hallaban en los cuatro puntos cardinales, alrededor de la serpiente. Al Oeste una Luna Menguante, al Este una Luna Creciente, al sur una Luna Llena y, al norte, más grande que las otras, la Luna Negra, que simbolizaba, para Varmal, el Renacimiento.

Un silencio abrumador se extendía por el imponente recinto, solamente quebrado por unos lejanos truenos que retumbaban en las montañas y por el viento que presagiaba una tormenta huracanada. Todo aquello ayudaba a ofrecer un ambiente místico y especial a aquel acontecimiento, por lo cual Lúne, normalmente tranquilo y poco dado a las emociones de aquella índole, no pudo evitar tragar saliva y henchir el pecho, intentando que todo aquello no le impusiera en demasía.
Entonces, desde dentro del templo, vieron salir con paso reposado y noble, a un Sacerdote de la Orden, ataviado en una túnica de color malva y una luna negra en el pecho, rodeada de un aura de límpida luz blanca, la cual simbolizaba el pronto renacer. Era esbelto, tenía la cabeza rapada, y los ojos pintados de color púrpura. Se dirigió directamente al joven, pareciendo como si no reparara en sus padres, los cuales se miraban sorprendidos entre ellos. El sacerdote le colocó una mano en la cabeza y la otra en el corazón y lo miró con ojos graves.

-Lúne de Guibrush de la casa de los Guibrush, ¿Deseas cruzar el umbral? - dijo con voz solemne y ronca.

-Sí, quiero cruzar el umbral, en nombre de los espíritus de mis antepasados - dijo, con frialdad recobrada el joven, de carrerilla.

-Sígueme, entonces, hacia las tinieblas.

Y así, ambos penetraron en el interior del Templo, y la sensación que empezó a invadir el corazón de Lyr a partir de aquel momento fue de una extraña embriaguez, como si todo lo que le abrumaba desde hacía unos días hubiera desaparecido. Flanquearon una sala repleta de columnas, sin ningún atisbo de luz, excepto dos solitarias antorchas que ardían sobre dos de aquellas 36 gigantescas columnas, que hacía entrever la forma de palmera que tenían estas, cubiertas por dibujos de vivos colores que esperaban que la luz del Sol los mostrara en todo su esplendor, sin esperanzas, pues no había ventanas ni aberturas para ello.
Después de aquella travesía prácticamente a ciegas, llegaron a otro gran portal, esta vez cerrado por fuera, decorado con un gigantesco dibujo de un roble que alzaba sus hojas hacia el techo y que resplandecía misteriosamente con una tenue luz que recordaba a la bella y sutil luz de la Luna Llena. Aquello dejó maravillado a Lyres, que ahora sentía como su corazón empezaba a latir con fuerza. Una sensación sublime se apoderó de él y, por primera vez en muchos años, se sentía importante. Él se convertiría, de hecho, en el miembro más joven de la historia de Varmal. Desconocía los motivos que tenían para ello, pero aquello ahora le daba absolutamente igual. Estaba orgulloso de él mismo. Sonrió con excitación cuando empezó a escuchar que el monje, en una especie de mantra, cantaba un antiguo salmo. La ambición volvía a apoderarse de él, como antaño, antes del Desastre.

Rulum omna Andivas Lukum

Después de diez minutos que al joven aspirante le parecieron eternos, las pesadas puertas se abrieron poco a poco, chirriando, extendiéndose dicho sonido con un lúgubre eco por toda la Sala de Columnas. Lúne se estremeció al observar que una luz más diáfana y penetrante se iba filtrando a través de la puerta que se iba abriendo lentamente. Y entonces, entraron en la sala hipóstila, una sala el doble de grande que la Antecámara de las columnas, una sala repleta ahora de Pilares cada uno de una forma vegetal distinta: hayas, olmos, robles, manzanos, encinas, pinos, abetos, castaños, avellanos... Pero lo más impactante era que ahora, gracias a las antorchas esta vez dispuestas en cada una de las 69 columnas, aquello era una auténtica cascadas de colores, cada una de ellas decoradas con distintas imágenes de seres feéricos, todos ellos diferentes formando figuras geométricas, todos cogidos de las manos, rodeados de animales que o bien danzaban con ellos o bien les acechaban. Un fuerte olor a incienso de mirra invadía el corazón del joven y le hacía viajar a lejanas y exóticas tierras que jamás había visitado, guardando en ellas antiguos y misteriosos secretos.
Por otra parte, aquella sala estaba totalmente repleta a rebentar de Guardianes con su armadura, hasta el punto que debía haber aproximadamente 500 de ellos. Mientras el Sacerdote y él pasaban con solemnidad, dirigiéndose ya hacia la Sala del Sueño, la penúltima Sala del Templo, que era la encargada de limpiar el alma y el corazón de viejas heridas para llegar, purificados, a la Sala de la Luna, todos los guardianes en un tono grave y profundo cantaban otro salmo más.

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