Sunday, August 24, 2008

Cuento de hadas. Ichiro. Capítulo 4

Ichiro, jadeante, llegó al circular umbral de su casa rosada y, al entrar, se encontró con lo que ya se había imaginado.

No había nadie en casa.

Estarían ya todos arriba empezando a cenar, como casi siempre, sin ella. Tenían motivos suficientes como para hartarse de ella, eso sin ninguna duda. Negó la cabeza, nerviosa y fue, entonces, corriendo hacia su habitación, la cual era menuda y compartía con su hermano pequeño. Estaba toda repleta de pequeños cristales verdes que había ido recopilando durante sus viajes por el bosque de las Yrissi, curiosamente dispuestos dibujando figuras de animales, pegados en las paredes y resplandeciendo en ellas: ciervos, dragones, unicornios, gatos, lobos... ¡Cuántas veces había intentado su hermano despegarlos y le había pillado siempre con las manos en la masa!

Sin ninguna contemplación, lanzó todos sus apuntes encima de su cama líquida, se quitó su sencillo vestido amarillo, de una pieza, y, con la velocidad del rayo, se puso encima un elegante vestido negro con bordados y remaches rojos y mangas anchas. No en vano, a la hora de la Gran Cena (que se celebraba una vez al mes, 3 días antes de la Luna Nueva), toda la aldea se reunía en una gran mesa circular que se extendía encima de los sencillos techos rosados, pues las casas, a pesar de estar separadas por paredes, se hallaban unidas en un gran círculo en el centro del cual estaba precisamente la plaza de los mosaicos y de los árboles. Tenía que darse prisa, mucha prisa...¡Se le había echado el tiempo encima!
Volvió al diminuto salón y subió precipitadamente, no sin antes tropezarse varias veces con su larga falda, por la escalera de caracol que ascendía hacia una trampilla que daba a la Gran Terraza.

Justo cuando sus ojos ambar aparecieron de repente desde la oscuridad del agujero abierto en la Terraza que daba a su casa, su rostro, como casi cada noche, se encendió sonrojándose hasta el punto que notó como si sus mejillas de un momento a otro le fueran a estallar. No es que se tratara de una joven tímida, ni siquiera se puede decir que le importara demasiado lo que pensara la gente de ella, pero si la trampilla de tu casa justo aparece a la vista de toda la aldea, y más estando situada entre las dos hileras de mesas, la cosa cambia de forma bastante brusca.

-"No no, es la última vez que llegó tarde, lo juro por...por..." - pensaba ella, mientras se afanaba por buscar algo convincente por lo que jurar, mientras caminando se dirigía lo más erguida que podía hacia una hipotética silla libre que de momento no aparecía. Sobre unas pequeñas plataformas dispuestas a pocos metros de dónde se hallaban los comensales, los cuales ya comían el segundo plato, unos músicos interpretaban distintas canciones tradicionales de la región con arpas, tambores, flautas, laudes y otros instrumentos desconocidos en las sociedades de los otros mundos. Ayudados por la magia que se mecía sobre y alrededor del pueblo gracias al poder de los árboles, creaban preciosos efectos de eco, y bellos y sutiles coros que parecían provenir desde la oscura espesura de los propios árboles.

Sentía todas las miradas clavadas en su espalda y ante ella, como flechas mortíferas que debía soportar hasta encontrar algún refugio seguro. Entre ellos murmuraban, quizá criticándola, algunos otros riéndose mientras echaban alguna que otra mirada despectiva. Quizá jamás se acostumbraría a ello, pero tenía que seguir hacia adelante. La puntualidad y la responsabilidad con la Comunidad eran un tesoro para su raza y ella no parecía cumplir ninguno de aquellos requisitos.
Por fín, en el otro extremo en dónde se hallaba la compuerta que llevaba a su casa, observó que en la zona norte una gran cantidad de jóvenes la saludaban con las manos y la invitaban a sentarse con ellos. Suspiró aliviada, y se encaminó hacia allá.

-¡Ichiro! - una niña de ojos carmesíes, más menuda que ella, la fue a recibir cogiéndola de las manos y mirándola con una gran sonrisa dibujada en su rostro - ¡No te preocupes por ellos, són unos carcamales y unos insensibles, siéntate con nosotros! ¡Qué vestido tan bonito! - la invitó a sentarse a su lado y ladeo la cabeza con una expresión fascinada en su rostro, como siempre que la observaba - ¿Volverás a contarme una de tus historias? ¿Eh? ¿Verdad que sí?

Se llamaba Miriella, aunque todos la conocían como Miri. Siempre quería sentarse al lado de Ichiro, pues ésta siempre le contaba historias que había leído sobre el Mundo Ordinario, aquel lejano y legendario mundo repleto de bravura, coraje y oscuridad. ¡Oh, cómo amaba aquellas leyendas! Aquella noche, Miri llevaba un vestido que iba acorde con su personalidad: una especie de Kimono (para que nosotros nos hagamos una idea) con motivos florales de colores encendidos. Aún así, Ichiro frunció algo el ceño pues, tenía un pequeño problema: era muy pesada.

-Oh, gracias Miri, tu luces muy bien con el tuyo también...pero primero voy a comer, ¿De acuerdo? - replicó, despegando los palillos de madera y con voz algo desanimada y apagada. Estaba harta de tener que dar siempre explicaciones después de las cenas a sus padres. Ella quería comer sola, hacer su propia vida, no quería depender de convencionalismos pues el mundo feérico debía ser libre para todos los individuos. Pero, a pesar de todo, pertenecía a una cultura, a una forma de ver la vida, y debía resignarse a aquello...aunque hubiera una voz que le dijera todo lo contrario.

-¿Es verdad que te has hecho amiga de las Yrissi? - el que hablaba ahora era un joven alto y corpulento de ojos castaños llamado Kulko, con voz algo enigmática y a la vez burlesca - He visto a tus padres muy enojados. Todos les preguntaban por tí y permanecían callados. ¿Por qué lo sigues haciendo? ¿Qué ganas con ello?

Ichiro siguió comiendo en silencio su plato de verduras, arroz y carne, el cual un enojado cocinero le había dispuesto encima de la mesa casi dejándoselo caer al suelo. De repente alzó los ojos, sin ni siquiera molestarse en mirar un sólo momento a su interlocutor dando un rodeo con su mirada para ver si podía encontrar dónde estaba sentado Rívon, el único ser, junto a las hadas, que le entendían de todo su mundo.

-¡Hey! ¡Cuenta! ¿Qué te dicen las hadas sobre nosotros, sobre el futuro? Són adivinas, ¿verdad? Diles que nos visiten algún día. Gracias a ellas tenemos magia.

Cansada de ser preguntada constantemente por sus compañeros de clase, la joven fue incapaz de aguantar aquella situación un minuto más. Entonces, comió con rapidez, se levantó haciendo un gran estruendo con la silla y, con paso rápido y con los puños cerrados, dejó la Gran Terraza atrás a pesar de los gritos proferidos por su padre que le pedía que volviera a su sitio so pena de castigarla con severidad. Pero fue en vano. La niña abrió la trampilla y la cerró tras ella con fuerza.

Una vez en su cuarto, agarró un viejo libro de su estantería, lo desempolvó, airada. En ella se leía, con letras góticas "Lo dous cossire". Estaba en un antiguo idioma, que había existido quizá en el Mundo Ordinario o, quizá, aún seguía existiendo. Tenía que darles las gracias a los Viajeros por ello...
Y así, lo abrió por una de sus páginas y allí leyó uno de los versos trovadorescos que más le emocionaban.

En Raimon, la belheza
e.l bes qu'en midons es
m'a gen lassat e pres.

Raimón, la belleza
y el bien que hay en mi dama
me tiene gentilmente atado y preso.


Y sobre la cama se echó a llorar, desconsolada, sobre sus sueños, los cuales volvían a tomar el vuelo entre los árboles, besando los cristales, y más allá.

Tuesday, August 5, 2008

Cuento de hadas. Ichiro. Capítulo 3

-Creía que tenías mucha prisa por llegar a casa. No hay quien te entienda, Ichiro.

Los faroles que colgaban de las ramas del Gran Árbol estaban encendidas, meciendo su frágil y débil luz anaranjada por efecto de la brisa que silbaba entre las hojas. La noche ya había caído en su totalidad, y ya la plaza de los mosaicos estaba desierta, pues era la hora de cenar y de recogerse. Rívon e Ichiro andaban juntos rodeando el gigantesco tronco, en solitario, en un silencio que era casi abrumador, pero también armonioso y expresivo, más que las palabras y la música, pues hasta los músicos ya se habían retirado a descansar.
Rívon había terminado por fín de dejarle copiar el trabajo, siempre con la condición de variarlo para que no se notara que era una copia descarada del suyo, y como siempre, habían salido renovados y sonrientes de aquella casa de sabiduría y de ensueño.

Ichiro despeinó con su mano derecha a su compañero y le sonrío con dulzura, sin dejar de andar enérgicamente con cortos y gentiles pasos.

-Si me entendieras sería muy aburrido, ¿no?

-Oh sí, y también viviría más tranquilo - replicó el joven, el cual contemplaba con una casi imperceptible sonrisa el firmamento repleto de estrellas que, como joyas, parecían brillar solamente para ellos, como brindándoles una preciosa noche a quizá los únicos habitantes del pueblo que ahora las contemplaban desde tanta altura - No hace falta que te quedes sin cenar para resarcirte de haber llegado tarde. Ya sabes que no me importa - añadió, mirándola y guiñándole un ojo - Al fín y al cabo ya estoy acostumbrado.

Ichiro no contestó, su mirada posada en los faroles que colgaban a ambos lados de la espiral plateada que subía dando vueltas alrededor del árbol hacia su altísima copa. Sus ojos ámbar, a pesar de ser luminosos y desenfadados, siempre parecían mirar algo que no estaba a la vista, parecían ir más allá de lo visible, perdidos en un enigma que quizá ni ella misma conocía. Se recogió su pelo azulado en una coleta y pareció acelerar el paso, como si de repente un pensamiento hubiera cruzado su mente. Rívon no se sorprendía por su actitud, por eso como antes había dicho, era en vano regañarla. Ahí radicaba su encanto, y por eso disfrutaba de su compañía y de su larga y fructífera amistad.

Al cabo de unos 15 minutos, por fín llegaron al Balcón, el lugar más alto por dónde podía llegarse andando. Se trataba de una ancha plataforma de madera que daba una vuelta entera al tronco, el cual ya era mucho más fino. Una baranda de piedra fina y rosada, de aquella piedra que tanto abundaba en el pueblo, se alzaba con diseños florales y vegetales, siguiendo en proporción y en armonía el diseño de las barandas que protegían a los caminantes que ascendían el Árbol. Así pues, los dos se sentaron en unos preciosos bancos que realmente no eran tales: estaban hechos naturalmente, aprovechando las pequeñas y ahora sutiles ramas que nacían libremente desde el tronco, para así crear unos cómodos y mullidos asientos, de madera enramada. Tampoco había nadie ahí arriba, cuando en cualquier hora del día decenas de parejas, de amigos y de gentes solitarias que buscaban soledad y una escapada ascendían hacia aquellas alturas. Solamente un aventurado y valiente grillo cantaba, engalanando con su cálido y mistérico canto el dulce perfume del espeso muérdago que crecía tras y sobre ellos, tan verde que hasta en la noche parecía brillar bajo la luz lunar y estelar.

Ichiro, por fín, contempló a su amigo y le agarró del brazo con suavidad, sus ojos de nuevo posados en la realidad, como una mariposa que, cansada ya de vagar sobre campos de flores, se posa en una de ellas por un corto intervalo, dispuesta a saborear su néctar.

-No me estoy resarciendo, no digas tonterías, Rívon. Nos conocemos de hace muchos años. Tanto tu como yo sabemos que nos encanta la madrugada, el silencio y las bonitas charlas - dijo con voz queda, ahogando una sonrisa que embellecía su cristalina forma de hablar - Me encantaría que un día vinieras conmigo al bosque de las Yrissi. ¿Aún las temes?

En el horizonte, se podía admirar la enorme extensión esmeralda de aquel mar cristalino que ahora refulgía con más belleza aún, sus cristales meciéndose y brillando con la luz de las estrellas y de la Luna. ¿Cuantas veces habían sufrido ambos las riñas de sus padres por volver tarde a casa? Habían perdido la cuenta ya, y cuánto más pasaban los años, más disfrutaban de sus paseos a solas, de las horas en qué encontraban la esencia verdadera de su alma y de todo lo que les rodeaba pues en el mundo feérico, si uno se abstrae, con facilidad siente la magia fluir en el interior, y más en un lugar como aquél. Rívon rió, mirándola con ojos reprobatorios pero resplandecientes.

-Nunca las temí, pero ellas están en su mundo y nosotros en el nuestro. Somos de razas distintas y cada uno sentimos de una manera muy distinta.

Ichiro se levantó lentamente y, grácil, se dirigió hacia la baranda, apoyando sus menudas manos en ella y haciendo sonar los pequeños cascabeles que rodeaban su muñeca izquierda.

-Ellas són del mismo mundo que nosotros, tonto - replicó, riendo, mirándolo de forma que parecía como si aquella conversación se hubiera repetido infinidad de veces - Un día te agarraré mientras duermes y te llevaré allí a la fuerza. A ellas les gustamos, ya lo sabes, somos Amaru. El problema es que hace siglos que no muchos de nosotros las visitan, porque piensan como tú. Creo que es un error.

Rívon también se levantó y, con naturalidad, se sentó sobre la baranda. No había peligro en hacer aquello pues la magia que flotaba en el aire les permitía volar, aunque eso siempre dejaba aturdido a cualquier ser que no estuviera familiarizado con ello, o sea, a todos excepto a las Yrissi. De hecho, no era muy recomendable volar más de una vez al día, aunque Ichiro cada día lo hacía 4 o 5 veces.

-Me pregunto qué es lo que piensas cuando tus ojos están perdidos - dijo él en un largo suspiro, encogiéndose de hombros y sin perder la sonrisa - Desde que te conozco eres así, pero últimamente te veo mucho más distraída. Estás algo más rara que de costumbre, y eso es complicado superarlo.

Ichiro frunció ligeramente el ceño, pues le molestaba que intentaran descubrir cosas de su vida más íntima, aunque se tratara de su mejor amigo. Pero en aquellas circunstancias le era imposible enfadarse, y más con él. Tenía razón...últimamente sentía como si las cosas hubieran cambiado en su interior, sin darse cuenta, poco a poco pero sin tregua. A veces sentía una necesidad muy atípica en un Amaru: sentía ganas de huir lejos, de descubrir, de conocer. Pero no quería decírselo a nadie, no quería preocupar a sus allegados y prefería acallar esos sentimientos en lugares como aquel que la hacían sentir siempre aliviada, reconfortada, a pesar de llevarse luego la bronca de sus padres. Amaba el silencio, y más si estaba junto a Rívon.

Entonces, se alzó ligeramente la falda y subió sobre la baranda. Ahí empezó a bailar con pequeños saltitos y en círculos, un baile que había aprendido de las hadas.

-Rívon - exclamó ella, con una sonrisa y sin cesar de bailar, lo cual arrancaba una sonrisa tímida al joven viendo lo extrovertida y natural que era. Al fín se quedó parada, contemplando las curvas y viejas montañas que en el Oeste se alzaban. Su sonrisa desapareció - Te parecerá una locura, pero... ¿Jamás sentiste ganas de conocer a los humanos?

El rostro del joven se oscureció. Sin duda, todo ser feérico sentía algo agridulce respecto a sus seres soñados. Por un lado los envidiaban, puesto que representaban los deseos más oscuros y escondidos de los feéricos, pero por otro los aborrecían, desde que habían caído presa del poder, de la ambición y del sangriento infierno de la guerra. Por eso mismo habían sido desterrados al Mundo Ordinario, alejándolos de ellos, pues tener a unos seres tan mezquinos, paradójicamente salidos de sus sueños, hacía peligrar el Mundo Feérico. Por eso de pequeños se les advertía que la humanidad había sido un error, y que se debía evitar pensar en ello. En una palabra: debían olvidarles.

-¿Por qué debería quererlos conocer? Solamente traen dolor y destrucción, por eso te recuerdo que fueron expulsados de Espiral - la voz de Rívon ahora era apagada y parecía como si pronunciara aquellas palabras con cierto temor - Y ahora que han vuelto, mira lo que ha pasado. Se vuelven a matar entre ellos y han despertado la ambición oscura de los Lamat. Supongo que habrás escuchado los rumores que si no se expulsa de nuevo a los humanos de allí, nuestro mundo puede terminar sumido en el Caos, ¿verdad?

La niña, como si no hubiera escuchado las palabras de Rívon, saltó al vacío y, flotando, se dirigió hacia una gruesa rama situado a unos pocos metros sobre ellos, abrió las piernas y se sentó ahí, volviendo a recuperar su sonrisa.

-No te preocupes, Rívon. Si han estado tantos siglos en Espiral es por alguna buena razón. Confío en ellos. De hecho, nacieron de nuestros sueños y no deberíamos negarlos. ¿No confías en tus sueños? ¿No te gusta soñar, acaso?