Tuesday, November 11, 2008

Capítulo 2.5. El lago ciego

-¡Ven, corre, dame la mano!

Todas aquellas niñas habían desaparecido, repentinamente, sin cesar de bailar y de dar pequeños saltos, hacia los árboles débilmente iluminados por aquellas luces azules que se reflejaban, gracias a los cristales, por toda la floresta, trocando con su luz trémula la oscuridad llenándola de diferentes colores en un estado de paz, y de un misterio meciéndose con el viento.

La niña que le había hablado era aquella que le había guiado y ahora, pacientemente y esperando que Rívon se recuperara del repentino mareo que había sufrido de tanto bailar y correr alrededor de la hoguera, se dirigía a él con una sonrisa dibujada en sus labios carnosos y casi tan rojizos como un ventoso atardecer.

Haciendo un acopio de todas las fuerzas que le quedaban, el joven le puso, en un acto instintivo, una mano en el hombro, y la miró ligeramente desconcertado.

-¿De verdad no queréis nada de mí?

La Yrissi, haciendo como si no le había escuchado y suavizando algo su sonrisa, le cogió de nuevo de la mano e impulsándose con un gran salto, como si de un cervatillo se tratara, le arrastró trotando hacia el interior del bosque acristalado.
Parecían ahora más ligeros que simples pétalos de flor, caminando sobre los cristales más grandes y hermosos, uno encima del otro, cómo si aquella joven supiera la ubicación de cada uno de ellos. Y solamente se ayudaban con los pies.

Poco tiempo después, ambos ya corrían sobre las altísimas copas de los árboles, y alrededor de ellos, un mar de millones de cristales se movía lentamente con un viento perfumado con un olor que le tenía embriagado, una fragancia que le llenaba el corazón. La luz de las estrellas se reflejaba también en ellos, y lejanos ahora parecían aquellos farolitos azules situados en el corazón de aquellas tierras.

¡Parecía que había dos firmamentos!

Y volaban, y reían, reían a carcajadas sin motivo. No estaban colgados de un sueño, sinó descolgados sobre ellos. Rívon jamás se había sentido tan vivo en su vida.

Pero aquella sensación de paz y de libertad que al joven no le hubiera importado que durara eternamente, de la mano con aquella hada de risa fácil y torrencial, se trocó en desconcierto y en miedo cuando, en un brusco movimiento, la niña tiró de él con fuerza de la mano y saltó hacia abajo, entre las ramas acristaladas, las cuales ahora le herían el rostro, golpeándole con dureza. ¡Descendían hacia el suelo demasiado deprisa! Caían como dos pesos muertos y, además, todo era oscuro a su alrededor, en la negritud más absoluta. Debido a la velocidad a la que bajaban, a Rívon el estómago le dió un vuelco.

-¡Nos vamos a matar! - fue lo único que pudo articular antes que aquella menuda joven lo soltara de la mano y, ya sin su compañía, siguiera cayendo con más y más fuerza a un abismo negro que escondía en alguna temible parte el suelo de la floresta, que sin duda iba a acabar con su vida mientras los cristales seguían produciéndole pequeñas heridas en el rostro, en el pecho y en las manos.

Cerró los ojos y sintió cómo no estaba aún preparado para morir. Empezó a marearse y a sentir cómo estaba a punto de estallarle el corazón dentro de su pecho.

No tenía fuerzas ya ni para gritar.

Y, efectivamente, terminó impactando contra algo, y aquel algo resultó ser agua, o eso creía, y se sumergió hacia sus profundidades, poco a poco, como si algo en el fondo le estuviera atrayendo. Pero lo más extraño resultaba el hecho de no necesitar respirar bajo aquel líquido.

Sin duda las hadas lo habían hechizado.

Al recuperar de nuevo el resuello y el sentido de la realidad, el joven trató de ascender hacia la superfície impulsándose con piernas y brazos pero, por increible que parezca, seguía hundiéndose.
Y ahí sí que empezó a gritar, con desesperación, pero solamente unas grandes burbujas salían de su boca, sin que se le oyera nada más que balbuceos. Y, por fín, abrió los ojos que habían permanecido cerrados incluso después de la caída en aquel hipotético lago.

Todo era negro, oscuro como la primera noche de los tiempos. Giró sobre sí mismo flotando como estaba unas cuantas veces, tratando de ver algún punto de luz perdido. Miró también arriba y abajo. Pero era en vano. Solamente había silencio, y ni siquiera podía escuchar latir su propio corazón. Y empezó a sentir miedo, terror, angustia y una fuerte sensación de ahogamiento que no hacía más que crecer y crecer sin tregua. Seguía debatiéndose por ascender a la superficie, pero al cabo de un largo tiempo intentándolo llegó a desistir, con todos sus miembros doloridos y derrotados.

No había nada que hacer.

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